Análisis del cuento “Melpómene iracunda” de Wenceslao Vargas Márquez
El cuento “Melpómene iracunda” se articula como una sofisticada sátira sobre la representación artística, el narcisismo, y la fragilidad de las identidades construidas a través del arte y la literatura. El título invoca a la musa trágica del teatro griego, Melpómene, pero aquí reaparece en clave contemporánea, ridiculizada e impugnada en su pretensión estética y existencial.
1. El juego de palabras: minificción / minimicción
El relato se construye sobre una homofonía que opera como eje temático y resolución final: “minificción” (forma breve de narrativa ficcional) y “minimicción” (neologismo formado por “micción”, es decir, el acto de orinar, precedido de “mini”). Esta diferencia fonética mínima —una sola letra, la "f"— permite al narrador establecer un gesto paródico y destructivo: el acto de orinar sobre la obra pictórica no es un insulto banal, sino una “micción artística” que completa el retrato con una fidelidad cruel. La micción se presenta como una metáfora corrosiva de la crítica: lo que ella llama minificción, él lo traduce como una farsa que sólo puede representarse adecuadamente mediante una degradación literal.
2. Melpómene como símbolo desacralizado
Melpómene, la musa trágica, representaba en la tradición clásica la nobleza del sufrimiento y la catarsis. En este cuento, su nombre es asignado a una mujer contemporánea que se autodefine como una “minificción”, es decir, como una narración breve, acaso artificiosa, autocontenida, que representa una vida autoconscientemente estética y artificiosa. Ella pide un retrato que represente esa existencia “pequeña”, “diminuta”, pero significativa. La ironía es total: quien se siente protagonista de una tragedia resulta ser objeto de burla en una escena que subvierte la solemnidad con el escarnio.
3. El acto de orinar como gesto estético
La micción sobre el cuadro, lejos de ser un acto puramente escatológico, tiene un valor artístico y simbólico dentro del universo narrativo. El personaje masculino —posiblemente un artista plástico— no destruye el cuadro por despecho, sino que realiza un gesto performativo con el que intenta “igualar” el contenido del retrato con la realidad subjetiva de la modelo. Si su vida es una farsa diminuta, entonces el retrato debe borrarse a través de un acto ínfimo y ofensivo, con el mismo carácter: una “minimicción”. Se trata de una crítica explícita a las formas de autoafirmación narcisista disfrazadas de sofisticación estética.
4. Referencias literarias y estructura
El epígrafe, tomado del capítulo XVII del Ulises de James Joyce, introduce una resonancia intertextual con una obra que explora la banalidad de lo cotidiano a través de formas complejas. La mención a “orinar” en el contexto joyceano introduce la idea de que los actos corporales más prosaicos pueden tener lugar en una obra de alta literatura, borrando los límites entre lo sublime y lo vulgar. Vargas Márquez retoma este gesto para llevarlo aún más lejos: el acto biológico se vuelve un medio de expresión estética brutal.
La estructura del cuento es cerrada y simétrica: comienza con la preparación del cuadro y termina con su destrucción irónica. Entre ambos momentos, se desenvuelve un proceso de inversión simbólica: lo que parecía ser un encargo solemne se convierte en una burla cruel; lo que debía ser una representación fiel termina diluyéndose en un río de colores y orina.
5. Crítica a las pretensiones estéticas y autorreferenciales
Melpómene desea un retrato que represente la farsa de su vida. Esto ya introduce una autorreferencialidad problemática: ¿cómo representar una vida entendida como ficción? ¿Qué pasa cuando el arte aspira a imitar no la realidad, sino una versión ficcionalizada del yo? El artista, al no encontrar un medio plástico lo suficientemente grotesco o fiel para ese objetivo, decide degradar la obra como forma de sinceridad estética. El gesto del orín revela la impostura del arte elevado cuando intenta representar imposturas personales.
6. Conclusión
“Melpómene iracunda” es un cuento breve que condensa, en apenas unos párrafos, una carga crítica poderosa contra la afectación estética, el narcisismo disfrazado de tragedia personal y las formas de representación artística vacías de sustancia. La última frase —“la única diferencia persistente es una efe”— funciona como corolario lingüístico y filosófico. Esa “efe” es la frontera entre lo sublime y lo vulgar, entre la ficción y la micción, entre el retrato serio y su parodia corrosiva. Vargas Márquez despliega aquí una poética del sarcasmo que subvierte las convenciones artísticas y literarias, poniendo al lector ante una escena tragicómica que cuestiona la autenticidad del arte, la verdad de la representación y la vanidad del yo contemporáneo.
Un relato iconoclasta, incómodo y brillante.
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