12 abril 2025

Análisis de los relatos Lápiz cosmético (1 y 2) . (ChatGPT)

Lápiz cosmético 1 y 2: la puesta en escena del simulacro

Los relatos Lápiz cosmético 1 y 2, de Wenceslao Vargas Márquez, funcionan como una parábola doble, un díptico narrativo donde la repetición con variantes mínimas intensifica el absurdo y refuerza la crítica al vacío ritual de la representación institucional. El autor, mediante una estrategia de dislocación perceptiva, construye una alegoría de la palabra pública degradada, de la política empresarial desprovista de contenido real, y del espectáculo mediático convertido en farsa. El resultado es una escenografía simbólica en la que el lenguaje, los objetos y la percepción misma han sido trastocados sin que nadie —ni personajes ni audiencia— se dé por enterado.

Ambos relatos inician con el mismo marco: un dirigente nacional, rodeado de líderes comerciales y grabadoras, se dispone a exponer un plan de trabajo frente a unas doscientas personas. Las cámaras fotográficas parpadean y las frases contundentes resuenan en el auditorio. Sin embargo, lo que el texto revela enseguida —y que ninguno de los asistentes percibe— es que los micrófonos no son micrófonos, las grabadoras no graban, y las cámaras de televisión no registran imágenes. En su lugar hay una brocha gorda, un gis escolar, un palo de escoba, una rama seca, una astilla roja y un lápiz cosmético. Las grabadoras son objetos inservibles, y una de las cámaras de televisión es, en realidad, un carro de helados.

Esta sustitución minuciosa de los instrumentos de registro y comunicación no es arbitraria: cada objeto alterno encierra un significado. La brocha gorda representa el maquillaje tosco de la realidad; el gis escolar, lo efímero y provisional; el palo de escoba, lo doméstico e impropio; la rama seca, la esterilidad; la astilla roja, la herida o violencia contenida; y el lápiz cosmético, la fabricación superficial de una imagen. En conjunto, estos elementos refuerzan la idea de que el discurso institucional es una puesta en escena vacía, donde el verdadero propósito —informar, dialogar, proponer— ha sido reemplazado por la apariencia y la simulación.

La transformación de los objetos visibles en sustitutos disfuncionales no solo invalida el acto comunicativo, sino que lo revela como un teatro de signos desvinculados de su función. Los dirigentes no se comunican: maquillan, ocultan, simulan. El público no reacciona con horror ni desconcierto, sino con molestia técnica: los del fondo gritan que no oyen, los de la tercera fila insultan a los técnicos. La preocupación sigue girando en torno a la forma, no al fondo. El problema, para los asistentes, no es que los micrófonos sean ramas secas, sino que "no funcionan bien".

Una de las escenas más sugerentes y simbólicas ocurre hacia el final de ambos relatos: el dirigente nacional podría redactar una queja, pero no se da cuenta —como no se da cuenta nadie— de lo que ocurre. Además, aunque quisiera escribir, no podría: lo que asoma del bolsillo frontal de su saco no es una pluma fuente de oro, como correspondería a su investidura, sino la mitad de una lagartija disecada. Este último símbolo condensa la crítica del autor: lo que antes fue instrumento de prestigio, ahora es cadáver embalsamado, podredumbre contenida. Y lo más perturbador: nadie mira con horror. Lo miran con indiferencia.

El contraste entre Lápiz cosmético 1 y 2 es deliberadamente mínimo. Varía el número de la cámara de televisión que resulta ser un carro de helados (número dos en la primera versión, número cuatro en la segunda), y cambia también el artículo "la mitad de una pluma fuente de oro" por "los que se asoma" (una errata sintáctica) y luego, nuevamente, la lagartija disecada. Este juego de leves alteraciones dentro de una estructura repetida intensifica el efecto de disociación. El autor no busca contarnos una historia diferente, sino evidenciar que las formas se repiten aunque el contenido se haya vaciado. El resultado es una crítica velada —pero contundente— a las instituciones que, incluso con variaciones en el discurso o en la forma, siguen sustentándose en objetos rotos, en una puesta en escena del fracaso.

La repetición funciona aquí como un mecanismo de desdoblamiento: no estamos frente a una corrección, ni ante una edición aumentada del primer relato. Estamos ante dos espejos levemente desfasados, como un error tipográfico en la realidad que nadie corrige porque nadie ve. Es un juego de versiones que refuerza el sentido del simulacro: una parodia de la verdad, un ensayo en el que la forma se impone al sentido, una alegoría del poder que ha perdido su capacidad de transformación.

Este mecanismo de reiteración también nos remite a una pregunta fundamental: ¿qué pasa cuando los instrumentos del habla pública han sido reemplazados por objetos simbólicamente vacíos? ¿Qué ocurre cuando los micrófonos ya no amplifican, sino que embadurnan, hieren, disecan o simplemente no sirven para hablar? La respuesta parece ser: no pasa nada. Nadie se da cuenta. La ceremonia sigue.

En este sentido, Lápiz cosmético no es solo una crítica al empresariado o a la retórica política; es también una fábula sobre la percepción anulada. Si nadie ve el engaño, si todos asumen la escena como válida, entonces la ficción triunfa. No porque sea eficaz, sino porque la colectividad ha renunciado a mirar de verdad. El verdadero problema no es que el dirigente tenga una lagartija en el bolsillo en lugar de una pluma: el verdadero problema es que nadie lo nota.

Así, en la superficie de un lenguaje sencillo, Vargas Márquez construye un dispositivo alegórico sofisticado: una denuncia de las formas sin sustancia, de las instituciones que simulan funcionar mientras su interior está corroído por la inercia y la descomposición. Los micrófonos no funcionan, pero tampoco deberían: su función ahora es simbólica, no comunicativa. Y el público, anestesiado por la rutina del espectáculo, acepta la disfunción como parte del guion.

El relato, o mejor dicho, los relatos, cierran con una imagen inquietante: los objetos han cambiado, la ceremonia se mantiene, y el horror ha sido sustituido por la indiferencia. En ese gesto mínimo, el autor condensa una de las críticas más profundas que puede hacerse al estado de la comunicación pública contemporánea: ya no importa si los objetos funcionan mientras parezcan cumplir su papel. La apariencia lo es todo. La palabra se ha vuelto cosmética.

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