1912: los motivos de
Emilio Rabasa
El especialista
Emilio Rabasa escribió en 1912 en contra de la elección de jueces, magistrados
y ministros cuando esto era lo obligatorio según la Constitución de 1857, entonces
vigente:
“No es raro tropezar
en las discusiones verbales con este desatinado silogismo: todo poder público
dimana del pueblo (Artículo 39 de la Constitución); el Judicial es un poder
público (Artículo 50); luego los ministros de la Corte deben ser designados por
elección popular. Con la misma lógica debería exigirse la elección de los
magistrados de circuito y jueces de distrito, que forman parte del Poder
judicial según el artículo 90.

“Pero lo cierto es
que tan falsa es la teoría de la Constitución, como vicioso el silogismo que la
hace decir lo que no se propuso. Esta forma de nombramiento de los ministros de
la Corte, ni es una necesidad lógica, ni puede racionalmente llevarse a la
práctica, y si se pudiera, conduciría a los peores resultados. La teoría la
reprueba, porque la elección popular no es para hacer buenos nombramientos,
sino para llevar a los Poderes públicos funcionarios que representen la
voluntad de las mayorías, y los magistrados no pueden, sin prostituir la
justicia, ser representantes de nadie, ni expresar ni seguir voluntad ajena ni
propia.
“En los puestos de
carácter político, que son los que se confieren por elección, la lealtad de
partido es una virtud; en el cargo de magistrado es un vicio degradante,
indigno de un hombre de bien. En la lucha electoral de diputados, senadores y
Presidente de la República, los elegidos por la mayoría triunfante adquieren
para con ésta las obligaciones que contiene el credo del partido o la
plataforma aceptada; la designación de un juez no debe imponerle obligación que
no esté en las leyes, ni compromisos con sus electores; porque para la
administración de justicia no puede haber diversidad de programas, ni deben
existir los intereses o tendencias antagónicos que dan vida a los partidos.
“El pueblo, cuando
tiene educación cívica, es idóneo para escoger a los hombres que deben
representarlo o gobernarlo, porque las condiciones de los candidatos son
ostensibles, están al alcance de los electores, son precisamente populares y de
aquellas que se exhiben por los candidatos mismos; pero ese pueblo no tiene a
su alcance las virtudes de los hombres hechos para la magistratura y es incapaz
de apreciarlas; el hombre probo, sereno, estudioso y de profundos conocimientos
en ciencias jurídicas, no ostenta estas cualidades a la vista de las masas y es
esencialmente impopular.
Toda elección para
funciones políticas va precedida de la campana electoral en que el candidato se
exhibe, combate a sus adversarios, promete sobre un programa y encabeza a sus
partidarios; la campaña electoral de un candidato a la magistratura no tendría
sobre qué fundarse, salvo que tomara el tema de elogiar sus propias virtudes,
su ilustración y su independencia de carácter; tal campaña sería vergonzosa y
ridícula en un hombre que ha de tener la rectitud por resumen de sus deberes en
el cargo.
“La elección popular
no se realiza en ningún país del mundo sino por partidos organizados; es inútil
soñar con el sufragio espontáneo de cada elector por inspiración propia, que
haría, además, imposible la reunión de una mayoría absoluta. Si los partidos
luchan en la elección de magistrados, éstos tendrán siempre carácter y
compromisos políticos incompatibles con la serenidad y la neutralidad
requeridas en sus funciones. Pero aun suponiendo hacedera la elección sin partidos,
caemos en otra imposibilidad que ha retraído a los países cultos de aplicarla a
los magistrados: los cuerpos colectivos, como las Cámaras, se forman de
miembros designados aisladamente por circunscripciones cortas; aun bajo el
sistema de escrutinio de lista (sólo posible en pueblos muy adelantados), si es
verdad que se designa un grupo de diputados a la vez, la elección no es
nacional, sino de circunscripción.
“La elección de los
quince ministros de nuestra Corte Suprema, encomendada a la Nación y sin
campaña de partidos políticos, es irrealizable; y si no la hiciera el gobierno,
como la ha hecho de 57 acá, daría un resultado de cómputo imposible para la
comisión de la Cámara de Diputados encargada de descifrar la voluntad de la
Nación. Se ha imaginado, para vencer esta dificultad, un medio que, por salvar
la teoría de la elección de los poderes, sacrifica todas las demás: dividir la
Nación en quince circunscripciones para que cada una elija un ministro; con lo
cual, por más que las leyes dijesen lo contrario, cada ministro sería un
representante o un delegado de su circunscripción, con los ojos vueltos siempre
a ella como los vuelve todo elegido a su elector, llámese éste partido
político, distrito electoral o gobierno.
“Los ilusos de los
principios superiores quieren divorciar al funcionario del candidato,
considerarlo puro y hasta inmaterial, suponerlo sin relación con la fuente de
que emanó su poder, e ignoran que, a su nacimiento, el funcionario trae también
la mancha de origen para la que no hay agua lustral conocida. Es penoso tener
que combatir una preocupación desechada y hasta olvidada ya en todo el mundo,
porque la misma discusión descubre nuestro atraso lastimoso.
(…)
“Ningún cargo de
elección popular puede ser vitalicio, porque si confiere la representación y
supone la voluntad del pueblo, es preciso que éste tenga ocasión de renovar su
confianza de tiempo en tiempo, ya porque el funcionario puede cambiar de
conducta, ya porque el pueblo no es el mismo en el transcurso de diez años.
Lógicamente nuestra Constitución señaló a la suprema magistratura electiva un
período de seis años. Como además de las dificultades para la elección de todo
cuerpo colectivo por una nación entera, tenemos nosotros el obstáculo de
nuestro sufragio universal en un pueblo del cual un ochenta por ciento ignora
que existe la Suprema Corte, la elección de los ministros resulta materialmente
imposible, y la ha hecho y ha tenido que hacerla el Gobierno.
“La verdad, pues, de
nuestra Constitución positiva, a diferencia del texto de la literal, es que los
ministros de la Corte son nombrados por el Ejecutivo para un período corto.
Este deplorable resultado es el fruto de las teorías jacobinas y jeffersonianas
que han confundido la igualdad zoológica con la igualdad social; que del derecho
uniforme a la protección de las leyes han inferido el derecho uniforme al
ejercicio de las funciones políticas, y que del postulado de la soberanía
nacional han deducido el dogma de la infalibilidad del sufragio del pueblo.
“Con el sistema a que
nos ha conducido este error constitucional, la independencia de la magistratura
es imposible, y la del magistrado es rara, porque tiene que descansar en
condiciones de carácter excepcionales en el hombre, y ya hemos dicho que las
instituciones no deben exigir de los funcionarios sino lo meramente humano. Un
ministro nombrado por el Presidente de la República no difiere en origen ni en
libertad moral, de cualquiera de los agentes superiores cuya designación
corresponde al Ejecutivo; y lo que tenga a su favor por la independencia que la
ley le atribuye, se compensa de sobra con la ilegitimidad del procedimiento
empleado para elegirlo.
"En el curso
ordinario de las cosas humanas, dice Hamilton, un poder sobre la subsistencia
de un hombre equivale a un poder sobre su voluntad". Es inútil debatirse
contra esta dura verdad, cuya aceptación es tan saludable para no bordar
ilusiones sobre un cendal que vela el abismo. El que da, obliga; el que puede
volver a dar, docilita por la esperanza; el que puede quitar, intimida por el
temor. La hipocresía de las virtudes convencionales puede ofenderse o
ruborizarse ante la desnudez que en la autopsia moral descubre los móviles de
la conducta humana; para el investigador severo de la ciencia social, es tan
indiferente como para el anatomista la desnudez del cadáver en el anfiteatro.
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Fuente: La Constitución y la dictadura, Emilio Rabasa.
Leer: Libro segundo, capítulos XIV y XV.